Hace mucho que sabemos que el Estado no es un reino de los cielos en el que puntualmente surge un Lucifer. Es un campo de batalla donde se disputa constantemente un pulso contra su propia corrupción, guerra que libran con perseverancia funcionarios honrados y la parte más valiente de una ciudadanía cuyas denuncias casi siempre conllevan un alto coste. Esta cara decente acaba de recibir una sonora bofetada por parte nada menos que de la Fiscal General del Estado.
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